"Comenzar a escribir, así, sin más... sin pensar en las consecuencias, sin detenerme a reflexionar, poner mi vida entera en el papel impreso, mis sueños y sangre plasmados. En fin, basar mi existencia con sus reticencias y dudas, con sus alegrías, lágrimas de dolor y vergüenza, con todo lo que deseo y no tengo, basarlo todo, como he dicho, en una historia parpadeando sospechosa desde un estante..."

-Salvastar.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Conejos.

Conejos.


La noche correspondiente a mi cumpleaños número dieciocho fue el inicio de un sinfín de pesadillas. Comenzaban al caer las sombras sobre la casa, sobre el campo. Venían a mí primero arrastrándose y finalmente saltando. Creo que nunca tuve pesadillas tan horribles antes, no que yo recuerde. Antes casi nunca tenía pesadillas o sueños de cualquier tipo. Mamá me decía que era tan tranquila, quieta y callada como la estatua de un ángel en la Iglesia. Mamá decía que tampoco hablaba mucho porque aprendí tarde a hablar. La verdad yo no me acuerdo de cuando era niña pero si de algo estoy segura es de que cada año al cumplir yo uno más en mis sueños aparecía siempre lo mismo, la escena de una fiesta infantil casi sin niños, el pastel que me hacía año con año mi abuelita y yo, siempre sentada en las piernas de un conejo gigante de ojos inexpresivos y una sonrisa pintada en la máscara rígida y rosada, a veces blanca. Conejos, siempre conejos. Era algo que me inquietaba pero no pasaba de ahí. Esa noche cuando al fin era mayor de edad me di cuenta de que no había sido una fiesta "normal" algo había faltado. De hecho había faltado desde que cumplí algo así como ocho o nueve años. Ya no habían venido los conejos pero como siempre los soñaba justo esa noche la verdad nunca lo había notado. Pero como dije esa noche comenzó mi infierno. Justo cuando quedé dormida, segura de que lo que aparecería en mis sueños sería al conejo de mis antiguas fiestas apareció frente a mí una niñita, sentada en las piernas de un conejo gigante. La niña me miraba fijamente, con una mirada muy aguda, penetrante, como queriendo decirme algo, pero ella no podía hablar. Tampoco se movía. Yo sólo estaba ahí, de pie, frente a ella, viendo cómo sus ojos comenzaban a transmitir horror, como si pidiera auxilio de algo o de alguien. Yo me moví, acercándome para ver lo que le pasaba porque aunque había algunos niños y adultos alrededor, nadie notaba la desesperación de la niña. En cuanto yo me acercaba el conejo volvió bruscamente su mirada vacía hacia mí, casi emanando maldad pura. Nunca vi a un conejo gigante con expresión tan horrible, nunca. No era como si su rostro fuera terrible con ojos rojos o dientes filosos, era que el conejo emanaba la maldad en una sensación nauseabunda que se perdía en su mirada oblicua, en la máscara inexpresiva, en el cuerpo cubierto por el disfraz. Me dio miedo. Tanto miedo sentí en ese momento que quise que mi corazón dejara de latir por unos instantes para desaparecer y que el conejo volviera a ignorarme, y en eso yo dejaba a la niña justo donde estaba, sentada en el regazo del infernal personaje que volvía a actuar como siempre, llamando a los niños y consintiendo a la festejada que volteaba hacia mí con una mirada de desconcierto y terror. Esa noche no pude ayudar a la niña y cuando desperté me invadió una terrible sensación de soledad, asco y abandono. Además seguía  asustada. Me consoló la idea de que ese sueño sólo venía a mí en la noche después de mi cumpleaños y luego hasta el año siguiente. Pero ésta vez no fue así. La siguiente noche, en cuanto me fui a la cama en lo que pareció sólo un parpadeo ya estaba de nuevo en la vieja sala, había una fiesta nuevamente, los niños corrían de un lado a otro gritando, multiplicando su número sólo aparentemente porque eran pocos, los adultos conversaban y se escuchaba de fondo una canción infantil y cursi en las notas de un piano. En el sofá estaba la misma niña, sentada sobre las piernas de un conejo enorme, parecía buscar con su mirada a alguien en específico. Una sensación helada se apoderó de mí cuando sus ojos se posaron en los míos, mirando fijamente, con atención, con miedo, horrorizados, como clamando ayuda, sus ojos casi me gritaban y automáticamente avancé hacia ella pero no bien había dado tres pasos el conejo volvió su mirada vacía y horrorosamente inexpresiva hacia mí. Quise tragar saliva pero mi boca y garganta estaban secas. Mi corazón parecía ahora tener taquicardia, la mirada de la niña me suplicaba ayuda, ella no podía hablarle al resto, simplemente sus labios no se separaban y aunque su cuerpecito temblaba ligeramente nadie parecía darse cuenta. Tenía que ayudarla. Intenté moverme pero la mirada del conejo parecía manifestarse con mayor fuerza, casi violenta, con una crueldad increíble para el personaje que interpretaba, con tanta frialdad remarcando su apariencia degenerada que no sólo no pude ayudar a la niña que siguió sentada sobre las piernas de la espantosa criatura sino que me desperté con tal sobresalto y tal sensación de asco que me precipité al baño, presa de un vómito convulsivo.  Aún después de vomitar las náuseas seguían en mí, no sólo en mi estómago pues mi cabeza se sentía más asqueada aún. El resto de la noche no pude dormir. Sobra decir que las noches siguientes estuvieron plagadas de la misma pesadilla, a veces con conejos diferentes pero todos igual de siniestros. Todas las noches tenía que ir a vomitar a tal grado que decidí guardar un recipiente en mi cuarto por si no alcanzaba a llegar al baño. Yo ya no quería dormir, dormir era sinónimo de horror, de algo que simplemente ya no podía soportar. Decidí no dormir. No se lo comenté a nadie porque no suelo hablar mucho con los demás y no quería que se preocuparan, mucho menos que se molestaran. Sólo decidí no dormir. Permanecí vestida y con los zapatos puestos pero sin abrigo alguno para ahuyentar el sueño, leyendo en el escritorio de mi cuarto con la lámpara de mesa encendida, así si alguien entraba o me cuestionaba podría decirle que tenía tareas o que estudiaba o cualquier cosa por la que no podía ir a dormir en ese momento. Ciertamente me sentía cansada, pero era mayor el miedo de ir a dormir que mi cansancio. La noche parecía alargarse de manera increíble. Amaneció y yo estaba rendida, pero aún segura de no querer dormir nunca más. Pasó otra noche que pareció durar un siglo y otra noche en que sólo de ver mi cara demacrada y ojerosa sentía aún más jaqueca. Mamá me preguntó si pasaba algo porque actúo raro y me veo mal. Le dije que sólo había estudiado mucho, que tal vez me había forzado demasiado, así que habló por teléfono  a la escuela diciendo que faltaría. Insiste en llevarme al doctor. Le dije que sólo necesitaba descansar y es la verdad, sin embargo tenía tanto miedo a dormir que mejor me puse a ver cualquier cosa en la televisión. No me di cuenta del momento en que caí fatalmente dormida sobre el sofá que aparecía en mis sueños, en la misma sala viejísima un poco cambiada. Cuando abrí los ojos yo estaba sentada sobre las piernas del conejo gigante. Inexplicablemente yo tenía el aspecto de una niña y al ver al orejón personaje el pánico se desató en mí, yo lo recordaba,  me acordaba de él, del conejo, casi cada año el conejo iba y cuando nadie miraba él me tocaba en partes que no debía, yo sabía, yo me acordaba de que el conejo me había hecho cosas horribles y de que su espantosa mirada ocultaba a alguien mucho peor tras la máscara plástica y ambigüa . Necesitaba ayuda, buscaba con la mirada a mi mamá pero ella atendía con diligencia a los invitados, buscaba a papá pero él no estaba, a alguien, quien fuera para que me ayudara y de pronto ahí estaba, esa chica que parecía darse cuenta de lo que me pasaba, yo la miraba con insistencia pero ella sólo estaba ahí, igual de horrorizada que yo, parecía querer acercarse pero de pronto se paralizaba, yo comenzaba a temblar y ella también. No se podía hacer nada. No podía gritar. No podía hablar. Tampoco me movía. Estaba sola. Estaba yo sola con el conejo gigante, cuya mano se escabullía furtivamente y con maña entre mi amplia falda de ridículos holanes, alcancé a ver algo, un tatuaje bajo parte del guante del conejo, un escrito en inglés que citaba “Sweet Bunny Child” en letras pequeñas, simulando una pulsera. Se escuchó un grito estremecedor y desperté saltando fuera del sillón, gritando aún más, tropezando con la mesa de centro y otros muebles. Afortunadamente no había nadie en la casa, mamá había salido a comprar ya que yo dormía. Acomodé todo lo mejor que pude con una idea fija en mi mente, acompañada de una imagen. En cuanto todo estuvo en un orden razonable subí a la habitación de mis padres y saqué un viejo álbum fotográfico. en una de las fotografías se podía ver al tío Billy con varios  compañeros de su clase en el día de su graduación, todos ellos sonriendo a la cámara y formando una “v” con los dedos, en la muñeca del tío Billy se podían ver las letras “Sweet Bunny Child” tatuadas en letras apenas visibles, lo terrible era que las mismas letras se podían apreciar en varios  de los compañeros del tío Billy, en algunos se veían veladamente, como asomándose y en otros de forma nítida, sus rostros se deformaron en máscaras de apariencia inexpresiva que se tornaban burlonas  y diabólicas. Me guardé la foto. No hay de otra, no hay más remedio, tengo que terminar con ésta pesadilla, la muerte del tío Billy debe parecer un accidente, es la única manera, de otro modo si me atrapa la policía no podré acabar con este infierno, lo único que quiero ahora es acabar con el conejo… matar a todos los malditos conejos.